Por qué tendemos a personificar las cosas que nos amenazan

Por qué tendemos a personificar las cosas que nos amenazan
AGENCIAS / EL TIEMPO

En la Europa azotada por la epidemia de la peste la respuesta fue un esqueleto encapuchado conocido como la Parca, que desde entonces es la personificación más habitual de la muerte.

Esta figura emergió en el siglo XIV durante la época de la peste negra, cuando varias olas de la enfermedad causada por la bacteria yersinia pestis barrieron el continente y mataron a la mitad de su población.

La forma exacta de esta macabra representación puede variar según el país. La Parca puede ser joven o vieja, mujer o hombre, estar vestida de blanco o negro.

Pero gran parte del folclor histórico representa la enfermedad y la muerte con forma humana.

Tras los avances científicos que trajo consigo la Ilustración, uno pensaría que evitaríamos personificar estos fenómenos naturales y otorgarles intenciones.

Sin embargo, una mirada rápida a la imaginería usada por la gente para describir al covid-19 sugiere lo contrario.

Muchos describían al virus como si tuviera la intención de destruir a la humanidad.

Muchos dibujantes representaban al patógeno con brazos, piernas y sonrisas malvadas.

Nuestra actitud ante el clima extremo revela la misma tendencia. Le damos nombres a huracanes y tormentas igual que a nuestros hijos y describimos sus acciones con un lenguaje humanizado de ira y venganza.

También podemos verlo con nuestras reacciones de enojo a problemas tecnológicos.

Cada vez que maldecimos nuestras computadoras o celulares mostramos una urgencia automática de antropomorfizar objetos inanimados.

Según investigaciones científicas, nuestra inclinación a personificar es una reacción humana natural ante eventos impredecibles. Aunque en general es inofensiva, a veces puede hacernos subestimar los riesgos reales de la situación.

Todo depende de los personajes que creamos y las características que les damos.

Los triángulos del amor

Los cimientos de esta teoría científica pueden rastrearse hasta llegar al filósofo escocés David Hume.

"Existe una tendencia universal en la humanidad a considerar a todos los seres como ellos mismos y a transferir a cada objeto aquellas cualidades que conoce familiarmente y de las que es íntimamente consciente", escribió Hume en su libro "Historia Natural de la Religión", publicado en 1757.

"Encontramos rostros humanos en la luna, ejércitos en las nubes; y por una propensión natural, si no se corrige por la experiencia y la reflexión, atribuimos malicia y buena voluntad a todo lo que nos hace daño o nos agrada”, añadió.

Hume propuso que este mecanismo era una forma de lidiar con la incertidumbre del mundo, “el suspenso perpetuo entre vida y muerte, salud y enfermedad, abundancia y miseria, que se distribuyen entre la especie humana por causas secretas y desconocidas”.

Imaginar una mente humana detrás de los acontecimientos puede parecer irracional, pero previene el pánico que provocaría reconocer nuestra absoluta incapacidad para comprender lo que ha sucedido y predecir un evento futuro.

Hasta el siglo XX, las afirmaciones de Hume eran puramente teóricas, pero en 1940 un icónico experimento confirmó sus sospechas y reveló que la mente necesita poco para ver intenciones humanas en todo.

Fritz Heider y Marianne Simmel del Smith College en Massachusetts, Estados Unidos, mostraron a un grupo de personas un filme animado con figuras geométricas: un triángulo grande, uno pequeño y un círculo que se movían en una pantalla.

No había más elementos aparte de una caja básica con solapa. En un momento, el pequeño triángulo y el círculo entraron en la caja y la solapa se cerró.

Tampoco hubo expresiones faciales, rostros o signos de lenguaje corporal en estas figuras abstractas.

No obstante, la mayoría de participantes usaron un lenguaje antropomórfico para describir lo que habían visto y con frecuencia atribuyeron personalidad propia a las distintas figuras.

Lo vieron como una historia de amor en la que los dos triángulos pretendían al círculo y luchaban entre ellos por su afecto.

El triángulo mayor era considerado un “abusador” o un “villano”. La mayoría coincidió en que era masculino, “agresivo” y “malicioso”.

Uno de los participantes dijo que el triángulo mayor debió quedar “ciego por la rabia y la frustración” cuando su rival escapó con su amor.

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