Cuando Michael Jordan dejó la NBA en 2003, el juego de tronos tenía pretendientes importantes para quedarse con el cetro. Ya había recibido MJ de manos de Magic Johnson y Larry Bird la corona de nuevo 'Rey', en un cambio de mando sin gala alguna pero inevitable a los ojos del mundo.
A principios del milenio, sobraban talentos estadounidenses para continuar el legado de talento inigualable de Jordan. El genio de los Bulls fue el pico generacional de una década maravillosa, que tuvo en el 'Dream Team' de 1992 su cuadro perfecto que nunca más pudo ser igualado. En esa NBA de los albores del 2000 estaban, entre otros, Kobe Bryant y Shaquille O'Neal en Lakers, Kevin Garnett en los Timberwolves, Tracy McGrady en el Magic, Tim Duncan en los Spurs. Y muchos genios más.
Estados Unidos era, para ese entonces, una máquina de desarrollar estrellas. Ellos eran los creadores, los únicos, los distintos. El mundo veía pasar el básquetbol por una vidriera y trataba, a los apurones, de interpretar lineamientos para emular esa grandeza. Para pertenecer. Y todo parecía en vano. Encima, como si fuera poco, un jovencito de físico inmejorable desembarcaba con una expectativa desmesurada proveniente del College.
Decía llamarse LeBron James.